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La rigidez no es cristiana

  • Cristian Peralta, SJ
  • 5 nov 2017
  • 3 Min. de lectura

Lecturas: Ml 1,14-2,2b.8-10; Sal 130; Tes 29,7b-9.13; Mt 23,1-12

Hay muchas religiones que son religiones de libro, es decir, que siguen la revelación de su dios a partir de unos textos sagrados a los cuales no les cabe demasiada interpretación. Algunas facciones del islam y del judaísmo se entienden así. No hay mucho que discernir dado que todo está dicho en el Corán o en la ley de Moisés y, por tanto, quien infrinja esa ley divina ha de recibir el castigo de parte de dios y de los hombres; esto supone una rigidez tremenda. Nosotros, los cristianos, no somos una religión de libro ni de la literalidad, sino que nuestra fe se sostiene en una relación. Dios nos ha dotado de esa capacidad de relacionarnos con Él desde la creación y Jesús, al asumir nuestra humanidad, nos ha descubierto que también nosotros podemos ser reflejo de Dios en medio del mundo, así, en nuestra revelación escrita (la biblia) si cabe la interpretación, de modo que, el discernimiento se transforma en parte constitutiva de nuestra fe. ¡Dios no se agota en la letra! De hecho, Jesús enfatizó que la ley principal es la ley del amor y dicha ley solo puede ser aplicada desde el deseo profundo de brindar a los demás lo mejor nuestro, según nuestra circunstancia particular. Eso es discernir, saber qué es lo que más profundiza mi relación con Dios en este tiempo particular, bajo estas circunstancias concretas a través de estas personas específicas que me rodean. Por eso podemos decir que la rigidez no es cristiana, porque se fundamenta en la relación con Jesús y en el discernimiento.

Es lo que quiere denunciar Jesús con esta dura crítica a los escribas y fariseos que aparece en el evangelio, que han convertido la ley en una camisa de fuerza para los más débiles y han transformado lo que era invitación a la libertad en un peso asfixiante. Se han aprovechado de su posición religiosa para oprimir, juzgar y castigar, cuando su responsabilidad era la de liberar, acoger e invitar a la vida verdadera. Jesús les dice que han cambiado el servicio por el poder y el testimonio de vida por la imagen personal. Nuestra fe en Jesús no tiene nada que ver con el poder ni con el cuidado de nuestra imagen frente a los demás. Lo nuestro es la búsqueda constante de la mejor manera de servir a los demás y dar testimonio de fraternidad acompañando a los más débiles como nosotros también hemos sido acompañados en nuestra fragilidad. Nuestra fe no puede sostenerse en la distinción entre puros e impuros, entre sanos y enfermos, entre santos y pecadores… Nuestra fe se sostiene en esa capacidad que llevamos dentro de relacionarnos con Dios y, por tanto, en esa capacidad de mirar en el otro a Jesús, mi hermano y mi amigo.

Vivimos en una cultura donde la imagen personal parece ser lo más importante. El cuidar lo que los demás puedan pensar o decir de mi a veces nos conduce a la condena fácil del otro, a la exclusión de ciertas personas que no convienen para mi popularidad, e incluso a guardar bajo llave mis convicciones más profundas, mis valores más arraigados y la fe que me sostiene porque no son políticamente correctos, sin embargo, lo único que logro son aceptaciones pasajeras, acogidas temporales, aplausos efímeros que me conducen a la ansiedad y al vacío, a una rigidez que me roba toda espontaneidad y originalidad. La invitación del evangelio de hoy es a vivir auténticamente, a vivir coherentemente con aquello que creemos, a dejar que nuestra vida transparente lo que verdaderamente somos, porque solo así podemos forjar relaciones verdaderas y ser profundamente libres, si somos así entonces en nuestras caídas y ambigüedades encontraremos manos solidarias y abrazos reintegradores que en vez de juzgarnos nos abrirán paso para seguir caminando. Señor, danos la gracia de sostener nuestra fe en la relación auténtica contigo y con nuestros hermanos.

 
 
 

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