¡Ven Espíritu de Dios!
- Cristian Peralta, SJ
- 20 may 2018
- 3 Min. de lectura
Homilía Solemnidad de Pentecostés – Ciclo B
Lecturas: Hch 2, 1-11; Sal 103; 1 Cor 12, 3b-7.12-13; Secuencia; Jn 20, 19-23
Hoy hacemos memoria de un episodio que marca a la Iglesia desde sus inicios, la venida del Espíritu Santo sobre los discípulos. De hecho, la entrega del Espíritu Santo a los discípulos por parte de Jesús, en las distintas formas que nos lo narran las escrituras, es considerada por algunos como el inicio mismo de la Iglesia dada la impronta misional que este suscita en los discípulos. Hoy celebramos el cumplimiento de la promesa hecha por Jesús. Él había anunciado que un nuevo modo de presencia de Dios animaría a sus discípulos a realizar la misión de anunciar la Buena Nueva hasta los confines del mundo. Nosotros como bautizados somos partícipes de esta misión, pues cada uno de nosotros porta en su interior esa llama del Espíritu que Jesús confía a sus discípulos.

Se utilizan muchas imágenes para describir cómo es el espíritu. En el evangelio nos encontramos con que el Espíritu se presentaba en forma de paloma en el bautismo de Jesús, otras veces como soplo, como en el evangelio que acabamos de escuchar, o como lenguas de fuego como en la primera lectura de hoy. Todas estas imágenes reflejan la riqueza del Espíritu Santo, pero también nos dicen que más que buscar una descripción exacta de qué es el Espíritu, lo que debemos es reconocer cuáles son sus efectos en nuestras vidas. Las lecturas que nos propone la liturgia de hoy suponen una descripción de estos efectos más que una descripción exacta de lo sucedido. En la primera lectura nos encontramos con una comunidad reunida, en oración y con cierto temor ante la novedad del encargo de Jesús. En la ascensión, que celebramos la semana pasada, Jesús les había encargado ir por el mundo anunciando la salvación que viene de Él. Es muy posible que ante el desafío y el peligro los discípulos se sintieran paralizados. Entonces es ahí que entra el Espíritu, animando, colocando las palabras que habrían de pronunciar, dando la fortaleza para hablar de Jesús en aquellos ambientes que quizás no sentían la confianza de hacerlo, les abre el horizonte y les expande las fronteras, les da la capacidad de darse a comprender en lenguajes nuevos y sorprendentes. En el evangelio, los discípulos están encerrados por miedo, Jesús llega y les da la paz. Les muestra sus heridas y eso les da alegría. Es curioso, la identidad de Jesús pasa por mostrar las marcas de una vida entregada hasta el extremo y es esto lo que alegra a los discípulos. Los discípulos constatan que sus propias heridas pueden ser signo de la resurrección. Entonces el Espíritu suscita en ellos paz y capacidad para perdonar. El Espíritu es esa fuerza que nos sorprende y nos anima desde dentro, ese ser discreto y sereno que nos impulsa a la bondad y hace intuir la presencia de Dios allí donde nos encontremos.
Hay una convicción profundamente cristiana: somos portadores del Espíritu Santo y Él se puede manifestar de diversas maneras en nuestra vida. Pero, así como el fuego necesita del oxigeno para poder crecer y expandirse, el Espíritu que llevamos dentro necesita ventilarse para poder crecer, necesita que dejemos que se exprese y se manifieste para que arda con más fuerza y oriente nuestra existencia. En cada uno el Espíritu se manifiesta según su necesidad. En los discípulos en medio del temor les da valentía, en medio de la angustia les da paz. Así que, si en algún momento hemos experimentado paz en medio de la angustia, o impulso a perdonar a pesar de sentirnos ofendidos; también cuando agradecemos a Dios por algo bueno que nos haya ocurrido o recurrimos a la confesión porque sentimos que debemos pedirle perdón por haberle ofendido, es el Espíritu que nos anima. También cuando experimento esa compasión que me mueve a la solidaridad o cuando opto por la honestidad y la bondad en medio de las ofertas tentadoras de caminos fáciles y de gestos de indiferencia, es el Espíritu que me anima. Cuando manifiesto mi fe en medio de los ambientes en que me muevo o cuido mis espacios de encuentro con Jesús; cuando en vez de criticar opto por aconsejar; cuando reconozco que no puedo solo y me dejo ayudar; o cuando abrazo la verdad en vez de la mentira… Es el Espíritu que me anima.
Pidamos la gracia de reconocer el modo en que actúa en Espíritu en nuestro interior y que al reconocerlo podamos dar testimonio de Él en medio del mundo, de modo que, esa llama que buscar dar vida en nosotros, pueda también crecer y dar vida a los demás.
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