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Pan de vida

  • Cristian Peralta, SJ
  • 4 ago 2018
  • 3 Min. de lectura

Homilía 18vo. domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo B

Lecturas: Ex 16, 2-4.12-15; Sal 77; Ef 4, 17.20-24; Jn 6, 24-35.

Uno de los frutos de la guerra es la estela de muerte que deja a su paso y, como consecuencia de esto, también deja a familias rotas y a muchos niños en la orfandad. Cuentan que durante la Primera Guerra Mundial la cantidad de niños huérfanos era impresionante. Una escena desgarradora: niños deambulando por las calles buscando desesperadamente algo que comer. La inseguridad y el hambre hacían que estos niños experimentaran una ansiedad tremenda al irse a la cama que les impedía dormir. No saber si tendrían la oportunidad de comer al día siguiente les causaba una angustia enorme. A unas religiosas que atendían a un buen número de ellos en su convento se les ocurrió algo para calmarles la ansiedad y evitar que se pelearan durante la noche. A cada niño les entregaban un pan al momento de dormir. Abrazados al pan y con la seguridad de que al día siguiente tendrían algo que comer los niños dormían plácidamente. El saber que para el día siguiente tenían algo con que alimentarse les daba la esperanza, confianza y les permitía el descanso.

Photo by Kate Remmer on Unsplash

Hoy sabemos que existen muchos tipos de hambre. Quizás muchos de nosotros no experimentamos el hambre física sino más bien el hambre existencial. Vivimos llenos de ansiedades por una falta de un sentido para la vida, muchas veces ese vacío nos hace querer saciar nuestra existencia con miles de experiencias y sensaciones que nos esclavizan y nos llevan a romper con aquello que valoramos y creemos e incluso con las personas que amamos y que nos han dado tanta vida. A veces nos pasa como les pasó a los israelitas, según nos narraba la primera lectura, que añoraban las ollas de Egipto a pesar de que eran esclavos en ese lugar. Los israelitas no habían experimentado la libertad; se habían acostumbrado a la esclavitud, por eso añoraban las ollas llenas de comida, aunque ello significara el vivir encadenados a la muerte. ¿Cuántas veces nosotros por comodidad o por miedo nos quedamos esclavizados en costumbres poco sanas, en relaciones que conducen a la muerte o en actitudes que nos alejan del prójimo?


San Pablo en la carta a los efesios nos hace una invitación clara: si hemos conocido a Cristo nuestros criterios y actitudes han de ser los de Cristo ya que sabemos que ellos nos conducen a la vida verdadera; vida de fraternidad, solidaridad, justicia y verdad, es decir, una vida llena de sentido. Ello supone la valentía de renunciar al hombre viejo, a ese que busca de manera egoísta su propio interés, que vive de la imagen pública mientras en su interior cosecha desprecio e indiferencia hacia los demás, ese que busca saciarse a sí mismo sin contar con Dios. Debemos trabajar, como nos dice Jesús en el evangelio, “por la comida que permanece y nos da vida eterna”. ¿Cuántas personas trabajan para mantener un alto nivel de consumo mientras, en realidad, consumen su vida en el trabajo? Olvidándose de la familia, de los amigos o incluso de Dios.


Jesús se ofrece a sí mismo como “el pan que da vida”. Acerquémonos a Jesús, porque sabemos que quien se acerca a Él nunca más tendrá hambre ni sed. ¿Cómo dejar que Jesús alimente nuestras vidas? Les recomiendo que, al final del día, recuerden de manera agradecida la forma en que Jesús se ha ido mostrando en la cotidianidad: a través de la alegría de la llamada del hijo o el nieto, de la hermosura de la bahía, de la historia de superación que escuché en el telediario, de la caricia de la persona que amo, del almuerzo con los amigos de toda la vida, de los logros en el trabajo o de esa palabra de consuelo que recibí cuando las cosas no han salido del todo bien… Les aseguro que tendremos la esperanza, la confianza y la posibilidad de descansar, que tenían los huérfanos de la guerra al abrazar el pan. Dejemos que Jesús alimente nuestras vidas, que sea Él el pan que alimente nuestra esperanza.

 
 
 

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