Un Dios sin distinciones.
- Cristian Peralta, SJ
- 5 may 2018
- 4 Min. de lectura
Homilía 6to. Domingo de Pascua – Ciclo B
Lecturas: Hch 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 97; 1 Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17.
Hace unos días me pasó algo de lo cual aún nos estamos riendo los jesuitas involucrados. Aprovechando que andábamos cerca de una casa de retiro y que un compañero tiene una tanda de Ejercicios Espirituales allí en agosto, fuimos a conocer la casa y a saludar a las monjas que la atienden. Uno de los compañeros con los que andaba es bien conocido en esa casa. Cuando la religiosa nos abrió la puerta lo saludó con alegría e inmediatamente quería concretar una fecha para que volviera a dar unos ejercicios el año próximo, pero éste no podía. Mi otro compañero era el que iba a dar ejercicios allí en agosto, así que también le pidió, pero tampoco podía. Ambos dijeron a la vez: “pero quizás Cristian les puede ayudar”. Ella me miró y dijo: “es que si no conozco al jesuita no le invito”. Luego invitó a conocer la casa al que daría ejercicios en agosto y a mi me dijo: “no sé si quieres conocer la casa, a lo mejor no te interesa”. De todos modos, la recorrí discreto detrás de ellos. Al salir, los tres jesuitas nos reímos muchísimo todo el camino de vuelta a casa por lo excluyente que fue la hermana, que ni por recomendación de otros jesuitas confiaba en mi capacidad de dar ejercicios y por pensar que no me interesaba conocer la casa porque evidentemente ella no me iba a invitar a dar ejercicios. La hermana no tenía mala intención, simplemente el celo por los que van allí a hacer Ejercicios Espirituales y su deseo de procurar una experiencia de calidad para ellos no le permitía ver que su nivel de confianza en alguien distinto (que por coincidencia resultó ser el único extranjero) era muy bajo. No importa el recorrido que hayamos tenido en la fe, a veces se nos cuelan las desconfianzas y las distinciones.

Las lecturas de hoy son un llamado a la acogida y a la confianza. En la lectura de los Hechos de los Apóstoles podemos escuchar a Pedro haciendo una afirmación que ha de estar grabada en el corazón de todo cristiano: “Está claro que Dios no hace distinciones”. Dios mira desde el amor y eso iguala a todo ser humano. Somos nosotros que clasificamos y descalificamos generando trincheras que separan entre buenos y malos, entre santos y pecadores, entre fieles e infieles. Dios no hace esas distinciones porque su naturaleza es el amor, y solo puede amar a todos por igual. Por eso no somos nosotros los que podemos colocar límites a la acción del Espíritu Santo sobre las personas, no somos nosotros los que podemos determinar quien es merecedor del amor de Dios, sino que nuestra tarea como cristianos es la de ayudar a reconocer ese “amor previo” que palpita en el corazón de cada ser humano. Por eso Pedro le dice a Cornelio: “Levántate, que soy un hombre como tú”. Es decir, nuestra humanidad nos une por ese amor que Dios nos tiene desde antes de nuestra existencia y que nos hace conscientes de él a través de la encarnación de su Hijo, quien asume nuestra condición humana para descubrirnos que no hay distinciones válidas entre los humanos y que nuestra dignidad radica en ese amor previo y universal de Dios, donde todos nos convertimos en hermanos.
Tanto la segunda lectura como el evangelio nos recalcan que Dios nos ha elegido a través de la encarnación de su Hijo, por amor. No por mérito ni por voluntarismo, no por cúmulo de virtudes ni por los altos estándares de perfección que hayamos podido alcanzar. Dios nos amó previo a todo eso y ese amor previo es la fuente de toda nuestra dignidad de hijos y de nuestra capacidad de amar al prójimo. Yo, como cristiano, no estoy llamado a amar a los demás porque se lo merezcan, sino porque creemos en un Dios que es amor y que nos lo mostró al encarnarse y morir por todos, sin distinción. Esto es lo que se puede llamar radicalidad. Es que con la encarnación de Jesús y con su entrega hasta el extremo, ya no hay distinción por raza o nacionalidad, por pecado acumulado o por preferencias de ningún tipo. Esa radicalidad de amor de Dios por nosotros, al reconocerla en nuestro interior se transforma en el desafío de vencer toda distinción y exclusión y de colaborar para que todo ser humano se reconozca amado desde siempre por Dios y para que con nuestras actitudes se sienta partícipe de un mundo que le reconoce como hermano. Sólo desde el amor al estilo de Jesús es que podremos transformar este mundo en uno más fraterno. San Agustín decía, refiriéndose a los mandamientos de Jesús: ¡Ama y haz lo que quieras! El amor verdadero que nos muestra Jesús tiene características muy concretas, significa amar al herido, al pecador, al extranjero, al pobre, al excluido… Amar a todos sin distinción. Y es que el amor que nace de Dios no puede nunca hacer daño, solo puede conducir al crecimiento mutuo, a una mayor humanidad, al reconocimiento de esa bondad compartida que todos llevamos en vasijas de barro. Eso es lo que nos hace tener vida y alegría verdaderas. Es esto lo que nos hace reconocer el verdadero sentido de nuestra existencia, el que hemos sido hechos por amor y por tanto nuestra vocación más honda es amar. Pidamos la gracia al Señor de reconocernos amados gratuitamente y unidos a los demás por ese mismo amor que nos hace hermanos y así transformar nuestro mundo desde la única radicalidad que da frutos verdaderos, la radicalidad del amor.
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