¡Dame un Corazón Pesebre!
- Cristian Peralta, SJ
- 23 dic 2017
- 3 Min. de lectura
Homilía 4to. Domingo de Adviento – Ciclo B – 24 de dic. de 17
Lecturas: 2 Sam 7,1-5.8b-12.14ª.16; Sal 88; Rom 16,25-27; Lc 1,26-38.
El Papa Francisco en su mensaje de Navidad de este año a la curia vaticana terminó con una cita de Ángel Silesio que dice: «Depende sólo de ti: Ah si pudiera tu corazón ser un pesebre, Dios nacería niño de nuevo en la tierra». La Navidad nos lanza el desafío de creer en un Dios que rompe con toda lógica y se encarna en nuestra humanidad. Su nacimiento supone una apuesta incondicional por lo más profundamente humano, revelándonos así, que cada uno de nosotros es capaz de vivir de tal manera que el Reino de Dios se haga presente en medio de este mundo. La Navidad es signo de que Dios no se arrepiente de su obra creadora, sino que apuesta radicalmente por ella, llegando hasta el extremo de hacerse uno de nosotros. El todopoderoso se hace frágil y pequeño, el omnipotente se hace dependiente, el omnisciente se dispone pacientemente a aprender de los demás, el que es amor se deja enseñar a amar. El nacimiento de Jesús, el Dios con nosotros, nos susurra en nuestro interior que no hay aspecto humano que no pueda ser reflejo de Dios, que no hay realidad humana que no pueda ser signo de la presencia de Dios en medio del mundo. De este modo, la Navidad no es meramente la parte tierna de la historia de Jesús, sino que es signo de la radicalidad amorosa de un Dios que desea hacer el mismo camino humano con tal de que la humanidad encuentre, en lo más propiamente suyo, el camino hacia Él.

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Mirar el pesebre es un grito a la esperanza. María y José nos recuerdan que no hay mayor plenitud que disponer la propia vida a la voluntad de Dios. Son personas sencillas y trabajadoras, cuyo mérito es reconocerse plenamente humanos y confiarse en las manos de Dios para que Él pueda llevar a cabo su propuesta amorosa para toda la humanidad. Nacer en un pesebre no es nada elegante, no hay manera de olvidarnos, por más que le decoremos, de que es un lugar oscuro, lleno de animales y, por consiguiente, con olores poco agradables. Pero también es signo de que no hay persona tan ensombrecida por el pecado, con tantas luchas internas, con tanta lejanía de Dios que, dándole posada a Jesús, no pueda transformarse en espacio de vida y esperanza para toda la humanidad. Mirar a los pastores y a los magos de oriente es signo de que ese niño que nace en Belén no es excluyente ni clasista, sino que es propuesta de plenitud para toda la humanidad. No hay nadie, por bajo que se encuentre o por alto que se crea, que esté excluido de la invitación que Dios nos hace a través de ese niño puesto en un pesebre. Por tanto, la Navidad no es tiempo de infantilismos ni meros intercambios de regalos, es invitación a dejarnos impactar por este Dios que nos muestra que, a pesar de que somos frágiles, dependientes, que precisamos seguir aprendiendo, que necesitamos crecer en el amor o que quizás nuestro interior tenga espacios poco dignos… Él, Dios de la vida y la esperanza, puede nacer en nuestro interior, con tal de que nosotros queramos hacer de nuestro corazón un pesebre para Él.
No podemos vivir la Navidad como una historia que pasó o como un tiempo que a fuerza de costumbre se ha vuelto vacío. La invitación que nos hace Dios a través de la Navidad tiene consecuencias prácticas para nosotros como cristianos. La Navidad nos ayuda a revisar si como Iglesia estamos abiertos a lo pequeño, a lo frágil, a lo que este mundo considera poco digno o si nos aliamos a los poderosos o a los que se pretenden libres de todo pecado. La Navidad nos lanza a preguntarnos si hemos sido fieles a la universalidad del mensaje de Jesús o si hemos sido excluyentes con aquellos que por cualquier motivo se sienten poco dignos de ser pesebres de Jesús en medio del mundo. Es tiempo de preguntarnos si con nuestros gestos, actitudes y palabras anunciamos a un Dios que, apuesta por la humanidad de forma radical, que sabe acoger a todos, no importando su situación económica o migratoria. El niño en el pesebre es una invitación desafiante a dejarlo crecer poco a poco en nuestro corazón para que en este mundo “florezca la justicia y la paz abunde eternamente”.
Que el Señor nos conceda la gracia de tener un corazón dispuesto a ser pesebre de Jesús para que nuestra vida sea testimonio de la ternura de Dios en medio del mundo, y así, disponernos a ser reflejo de la humanidad plena, esa que nos muestra Jesús en el portal de Belén. ¡Feliz Navidad!
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