De etiquetas y otras condenas.
- Cristian Peralta, SJ
- 10 feb 2018
- 3 Min. de lectura
Homilía 6to Domingo del Tiempo Ordinario – Ciclo B
Lecturas: Lev 13, 1-2.44-46; Sal 31; 1Cor 10, 31—11, 1; Mc 1, 40-45
En toda la historia de la humanidad han existido marcas que han servido para reconocer la pertenencia a un grupo determinado o, en negativo, para saber quienes quedan excluidos del grupo. En todo caso las marcas están en directa relación con nuestra identidad y pertenencia, con aquellos que aceptamos o rechazamos, o cómo somos aceptados o rechazados por los demás. Hemos visto con horror, por ejemplo, como se marcaba a los judíos en tiempos del nazismo o a los esclavos de las antiguas colonias. A nadie se le ocurriría hoy poner marcas de ese tipo so pena de ser condenado bajo alegatos de violación a los derechos humanos. Sin embargo, sigue habiendo marcas o etiquetas, —sutiles, discretas e implícitas— que continúan determinando gran parte de nuestras relaciones con los demás, que muchas veces son tan radicales que suponen acoger o condenar. Esto es tan humano, como si necesitáramos clasificar a todos, pero a la vez tan delicado que si no nos hacemos conscientes de nuestras etiquetas habituales podemos perdernos de la riqueza de la vida compartida que supone la diversidad humana; condenamos a muchos a nuestra total indiferencia y, más aún, a nuestra violencia. Usamos etiquetas como: “pobre”, “rico”, “heterosexual”, “homosexual”, “del sur”, “del norte”, “de izquierdas”, “de derechas”, “pecador”, “santo”, “serio”, “charlatán” y un largo etcétera. Acogemos, abrazamos, condenamos y rechazamos con gran facilidad, sin muchas veces percatarnos de que las etiquetas que colocamos hablan mucho más de nosotros mismos que de los demás.

Por ello no es extraño lo que describe el Levítico como marcas estipuladas por la ley para un leproso y sus correspondientes consecuencias. Quien se descubra enfermo de lepra será declarado “impuro”. El peso de esta declaración es enorme. No sólo se le diagnostica una enfermedad sino que deberá andar harapiento y avisando a todos su condición de impureza, será aislado de la comunidad y, por tanto, condenado a la soledad. Más aún, por el ambiente religioso de la época se le considerará un pecador, pues así era considerada toda enfermedad, como castigo por el pecado cometido. Si bien es cierto que era una medida sanitaria para proteger al pueblo de una plaga, no deja de ser dramático el ser declarado impuro. Si alguien tocaba al impuro, también se hacía impuro y debía cumplir con unos estrictos rituales de purificación para poder reincorporarse a la comunidad. Nuevamente, ser marcado por toda la comunidad como impuro significaba prácticamente la muerte lenta y dolorosa del rechazo colectivo y la condenación eterna.
El leproso del evangelio al parecer ha escuchado sobre Jesús. Por eso se le acerca a él diciéndole algo que podría parecer ilógico delante del dramatismo que vive: “si quieres, puedes limpiarme”. Es ilógico porque nosotros muchas veces desistimos de la fe ante los dramas de la vida pero este hombre le está afirmando a Jesús que si él quiere puede sanarlo. Jesús va más allá, quiere y lo toca. Pero al tocarlo Jesús no se hace impuro sino que hace puro al leproso, lo sana y a la vez lo salva. No le condena, sino que lo reincorpora a su vida cotidiana y a su comunidad. El leproso queda limpio, pero Jesús le da dos indicaciones, ve al templo para cumplir con lo mandado por la ley —la cual acaba Jesús mismo de romper— para que no se olvide de dar gracias a Dios Padre, y también que no lo cuente a nadie. Obviamente, quien se ha experimentado sanado y perdonado por Dios no puede dejar de contarlo. Pero fíjense que hermoso, Jesús luego de esto ya no pudo entrar en ningún pueblo, su fama era mucha, pero yo estoy convencido que también se quedaba fuera porque allí estaban los más excluidos, los que no podían entrar en el pueblo, los que las marcas y etiquetas les habían robado la vida. Jesús anuncia un modo nuevo de relación donde se rompen todas las etiquetas y se abraza la fraternidad. Jesús no ve enfermedades, ve enfermos, no ve pecadores sino seres humanos. El ideal cristiano es que en vez de andar por ahí lanzando condenas y colocando etiquetas, podamos señalar a todos gritando: ¡hermano, hermana!... en especial a aquellos que el mundo rechaza, excluye o condena por cualquier motivo. San Pablo nos dice: procuren hacer TODO para gloria de Dios, sin escandalizar A NADIE, procurando el bien para TODOS, como lo hizo Jesús. Que el Señor nos conceda la gracia de vivir sin etiquetas condenatorias sino acogiendo, sanando, liberando, amando, reintegrando, perdonando, es decir, viviendo al modo de Jesús.
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