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¡Oh, atractiva tentación!

  • Cristian Peralta, SJ
  • 17 feb 2018
  • 3 Min. de lectura

Homilía 1er Domingo de Cuaresma – Ciclo B

Lecturas: Gn 9, 8-15; Sal 24; 1 Pe 3, 18-22; Mc 1, 12-15

El desierto es un espacio fascinante. Tiene una inmensidad abrumadora y a la vez monótona. De día nos abrasa con su calor y deslumbra la mirada con la brillantez del sol, mientras que en las noches el frío se nos cuela hasta los huesos a la vez que se nos despliegan las estrellas en un espectaculo que no puede ser más conmovedor. El desierto es lugar de contrastes sin refugio; es lugar de encuentro con nosotros mismos, con nuestra más honda autenticidad, con la inmensidad de una vida que solo puede sobrevivir con los recursos y herramientas que lleva sobre sí. Por ello, es también lugar de autenticación de lo que realmente somos, valoramos y creemos; donde ya no hay máscaras ni justificaciones que valgan, ni apariencias que deban guardarse, es encuentro y puesta en escena de nuestra verdad. Por eso no es extraño que sea el Espíritu que guíe a Jesús al desierto justo antes del inicio de su misión pública. Sin esta profunda experiencia de encuentro con su verdad más honda su misión podría fácilmente volverse autorreferente y ser una mera satisfacción de su ego. Jesús también, como todo ser humano, necesita purificar su intención, conocer sus apetitos ocultos, esos que distraen de lo importante y desvirtúan lo que realmente está llamado a ser vida verdadera. Jesús, al igual que todos nosotros, necesita darle nombre a aquellas tentaciones cuya dulzura, atracción y sencillez, pueden deformar el fin para el que fue enviado a este mundo.


De ahí que el desierto se hace una experiencia de vital importancia para todos los cristianos. Es espacio de encuentro de nuestra verdad con el Dios que nos ama porque conoce nuestra autenticidad más honda. Si Jesús fue guiado por el Espíritu al desierto, no es nada extraño que nosotros necesitemos experiencias de desierto para reenfocar la mirada, para purificar las intenciones de nuestro actuar, para ordenar lo que nos puede desorientar de la vida en abundancia a la que nos invita Jesús. Un espacio que tenemos a la mano para ello es la oración. Ese espacio de intimidad, autenticidad y encuentro. Entrar en la oración significa despojarnos de nuestras defensas cotidianas, nuestras máscaras frecuentes y adentrarnos a un encuentro que nos dispone a lo más auténticamente nuestro. Pero he ahí que cuando nos disponemos a hacer silencio, a poner nuestra verdad delante de Dios, vienen un montón de ideas y distracciones que nos desvían de nuestro propósito. Irrumpe esa voz interior que nos dice: “No podrás, tus apetitos son tantos, tus ocupaciones tan importantes, tus ganas tienen tanto dominio sobre ti, que te será imposible mostrarte tal cual eres… no pierdas tiempo, mejor consuelate con la satisfacción de las ganas, con acallar las hambres cotidianas de placer y reconocimiento…” Otras veces, desde que hacemos silencio, viene la idea de que “Dios me reprochara por mi pecado, que a Dios no le gustan las vidas tan ambiguas o tan poco cumplidoras de las normas”. Entonces el desierto se nos vuelve un espacio insoportable y huimos de él; sin darnos cuenta de que cuando huimos de él también abandonamos la posibilidad del único encuentro que puede integrar lo disperso de nuestra vida y ayudarnos a reconocer nuestra más auténtica verdad. Sin el desierto de la oración simplemente renunciamos al encuentro que nos revela nuestra verdad y nos abre caminos de libertad y plenitud.


La tentación en la vida cristiana es revelación de nuestras apetencias y denuncia de lo que nos desordena. Reconocer aquello que nos tienta es el primer paso para perseverar en el necesario desierto de nuestras vidas, para crecer en autenticidad, para reconocernos necesitados de la gracia de Dios, para no perder el horizonte de nuestras vidas. Jesús se descubrió libre, capaz de salir a anunciar la Buena Noticia a pesar de las amenazas y fiel a su misión, no por no haber tenido tentaciones, sino por haber perseverado en la confianza a su Padre a pesar de ellas, por haber alimentado su vida con la oración y con el reconocimiento de su verdad más honda delante de un Dios que es amor. En la oración, cuando surjan estos ruidos internos que ensordecen, cuando aparezcan las distracciones y tentaciones, ponle nombre, descríbelas, y continúa enfocando tu mirada en lo que vas descubriendo de autenticidad y vida en ti, porque en la medida que lo descubras también encontrarás que Dios te ama tal como eres y que no busca condenar ni destruir sino ordenar tu vida para que todo lo que hagas, sueñes y desees conduzca a la vida verdadera que viene de Él. Danos Señor, la gracia de reconocer lo que nos desordena y la confianza para ponerlo en tus manos para que seas tú quien ordene nuestras vidas hacia la plenitud que nos prometes.

 
 
 

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