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Transfiguración y confianza

  • Cristian Peralta, SJ
  • 28 feb 2018
  • 3 Min. de lectura

Cuando éramos pequeños mirábamos a nuestros padres como héroes, como personas capaces de hacer cosas que parecían mágicas y que podían resguardarnos ante cualquier amenaza. Ante el temor recurríamos a ellos para ser abrazados y sentirnos protegidos. Es como si nada podía salir mal si estábamos con ellos. No es extraño ver a los pequeños en sus tradicionales discusiones (con una gran carga de exageración) sobre cuál es el mejor padre o madre del mundo. La presencia de los padres nos da confianza y seguridad. Quizás es desde esta experiencia, aunque no deja de inquietar, que podemos comprender la pasividad de Isaac en el relato de la primera lectura. Es como si confiara tanto en su padre que simplemente se deja llevar al altar del sacrificio, confiando que nada puede salir mal si quien le lleva es su padre. Realmente es una escena dramática. Dios le pide a Abrahán que le entregue en sacrificio a su hijo, hijo que él mismo le había regalado. Pareciera que Dios es un ser cruel, que quita lo que da y golpea por donde más duele. El narrador de la historia acentúa ese dramatismo repitiendo una y otra vez “tu único hijo”. Pero también sorprende esa confianza pasmosa de Abrahán hacia Dios. Dios le pide a su hijo y el simplemente va a ofrecerlo. ¿Qué puede salir mal si es Dios quien me pide este gesto? – abrá pensado Abrahán. Pudo haber dicho como san Pablo en la segunda lectura: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?”. Todo está envuelto como en un halo de confianza de uno hacia los otros que es verdaderamente sorprendente. Dios obtiene la muestra de que realmente Abrahán confía en él y Abrahán confirma que Dios es fiel a su promesa de bendición para todas las generaciones. La confianza da frutos de vida eterna.

El evangelio de hoy está también atravesado por la confianza. El texto que acabamos de escuchar es parte del capítulo 9 del evangelio de Marcos. Justo en el capítulo anterior Marcos nos narra como Jesús les habla claramente a sus discípulos: tiene que subir a Jerusalén, morir a manos de las autoridades y resucitar al tercer día. Pedro le reprende, pero Jesús tiene muy clara la misión confiada por su Padre. Ya hay tensión en el ambiente. Jesús muestra un estilo de vida demasiado coherente y revolucionario. Pone a los pobres y pequeños en el centro, desafía a los ricos y a las autoridades religiosas, les insiste a los discípulos que el verdadero poder es el servicio y que la auténtica autoridad surge del testimonio de una vida que esté en consonancia con lo que se cree. Su vida es demasiado interpelante para lo que pueden soportar las mentes y corazones acomodados en una fe que simplemente busca sus propios beneficios. Con cada desafío, día a día va creciendo el convencimiento de las autoridades religiosas de que Jesús debía de morir. Pero Jesús decide que debe seguir rumbo a Jerusalén, aunque sabe que para Él significa la muerte segura. Se siente enviado por su Padre a dar la vida, y él confía tanto en su Padre que sabe que a pesar de que va a sufrir sigue adelante. Es en este contexto que sube al monte a encontrarse con su Padre. No es extraño, cuando la tensión crece necesitamos ser confirmados en la misión y acercarnos a quien sabemos que nos ama. Su Padre le confirma. Jesús siente una claridad tan profunda de cual es su misión, que se le nota hasta en la ropa. Es acá, en medio de la tensión creciente que se escucha la voz del Padre: “Éste es mi Hijo amado, escuchadlo”. Este es mi hijo, mi único hijo, a quien amo y estoy dispuesto a entregar en sacrificio como muestra de mi irrenunciable amor por la humanidad. He ahí el paralelismo con Abrahán. Lo único que ahora es Dios que desea mostrar su fe en la humanidad hasta las últimas consecuencias. Pedro desearía quedarse allí, pero Jesús no desea acomodarse, sino entregarse. Sabe que hay que seguir a Jerusalén donde Dios cumplirá su promesa para él (que resucitará) y para toda la humanidad (la salvación). ¿En quién depositamos nuestra confianza? ¿A quién confiamos nuestra existencia y nos confirma en nuestra identidad como hijos de Dios? ¿A quién recurrimos en medio del dolor y la incertidumbre? Cuando nos descubrimos amados es que nos abrimos a amar a los demás y nuestra vida brilla en medio de este mundo tan necesitado de confianza y de testimonios de entrega que humanicen y fomenten la fraternidad.

 
 
 

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